Nº 7: La ópera en Nápoles de 1640 a 1750

Vista de Nápoles en 1702



LA ÓPERA EN NÁPOLES DE 1640 A 1750
por SERGIO FRANCO, profesor de VIOLÍN del CPMAVGH

Nápoles vivió en los años del nacimiento de la ópera al margen de los grandes centros del género y, al estar bajo el dominio de la monarquía española, alejado durante la primera mitad del siglo XVII de la transformación musical que se estaba originando en los estados más al norte de la península itálica, aunque, según Dinko Fabris, “la música fue un componente continuo de comedie y festini teatrales en Nápoles durante los primeros años del siglo XVII”. 

Entre los años 1648 y 1653 tuvo lugar el virreinato napolitano de Íñigo Vélez Ladrón de Guevara y Tassis (1597-1655), Conde de Oñate y anteriormente embajador en la Santa Sede, período en el que comienza la historia operística en la ciudad. El virrey, con la intención de consolidar su puesto político, instauró preludios operísticos en los conciertos a la manera veneciana, para posteriormente, tras la contratación de la compañía I Febi Armonici a cargo de Antonio Generoli, poner en escena óperas completas. Este patrocinio no era total, únicamente cedía un pabellón del palacio donde realizar las funciones, ya que los gastos que acarreaba la puesta en escena tenían que ser sufragados por la venta de entradas, por lo tanto la subsistencia de la compañía dependía tanto del gobierno napolitano como de conseguir que la aristocracia y la clase pudiente de la ciudad acudieran a los espectáculos. Uno de los hechos operísticos más notables de estos años fue el estreno el 21 de diciembre de 1652, dentro los actos celebrados conmemorando la recuperación de Barcelona por parte de las tropas del rey Felipe IV, de Veremonda, amazzone d’Aragona de Fancesco Cavalli, representada un mes más tarde en Venecia.

A partir de ese momento el nuevo género fue apoyado desde las aulas de los cuatro conservatorios de la ciudad (I Poveri di Gesù Cristo, Santa Maria di Loreto, Santa Maria della Pietà dei Turchini y San Onofrio a Capuane) y desde 1653 se realizaban modestas representaciones por parte de los alumnos siendo una prueba para su graduación la composición de secciones operísticas e intermezzi cómicos. Creados durante el siglo XVI como orfanatos religiosos, a lo largo del Setecento despertaron tal atracción que estudiantes no huérfanos querían ser educados en ellos en las artes musicales. Compositores salidos de las aulas napolitanas fueron Nicola Porpora, Giovanni Battista Pergolesi, Niccolò Jommelli, Giovani Paisiello, Domenico Cimarosa, Leonardo Leo o Leonardo Vinci.

I Febi Armonici con la finalización del mandato del Conde de Oñate como virrey napolitano debieron abandonar el pabellón del palacio teniendo que arrendar el Teatro de San Bartolomeo para poder continuar con la actividad operística. Por otro lado, los músicos que formaban parte de la capilla de la corte virreinal no participaban de los espectáculos operísticos hasta que en 1675 se representó en palacio La Dori de Antonio Cesti. En esta puesta en escena de la obra de Cesti intervinieron tanto músicos de la capilla como integrantes de la compañía del teatro. En 1680, tras nombrar al compositor de ópera veneciano Pietro Antonio Ziani maestro di capella de la corte napolitana se estrechó mucho más la relación entre los músicos de ambas instituciones, lo que se vio acentuado cuando en 1684 se nombró como cabeza de la capilla virreinal a Alessandro Scarlatti con tan solo 23 años, quien había llegado de Roma como director musical del San Bartolomeo en 1683. A partir de este momento los nexos de compositores, músicos y cantantes entre capilla y teatro fueron continuos.

Con la llegada de Scarlatti se produjo un cambio en la política de elección de los compositores en el San Bartolomeo y se comenzó a apostar por autores locales; hasta ese momento en su gran mayoría se habían importado óperas que venían del norte de Italia y únicamente Francesco Provenzale, Giuseppe Alfiero y Francesco Cirillo tuvieron la oportunidad de ver sus óperas representadas en el teatro de su ciudad. La nueva estrategia en la gestión del San Bartolomeo de Alessandro Scarlatti colocó a Nápoles como foco de producción operística, impulsando obras locales, convirtiendo a la ciudad en uno de los principales centros de ópera europeos y creando un modelo imitado no solamente por sus alumnos napolitanos, sino por todos los grandes operistas de la primera mitad del siglo XVIII.

El IX Duque de Medinaceli, Luis Francisco de la Cerda Aragón (1660-1711), virrey de Nápoles entre 1695 y 1702, asiduo espectador de representaciones operísticas, sugirió la remodelación del Teatro de San Bartolomeo para ponerlo a la altura de los más grandes de Italia. Aportó altas sumas de dinero de las arcas napolitanas, no únicamente para las reformas del edificio, sino también para cantantes, decorados o maquinaria escénica, llegando a hacerse cargo de forma personal de la gestión del teatro durante 1698 y 1699, y acumulando deudas que al final de su mandato en 1702 no habían sido todavía saldadas.

En 1734, con la coronación de Carlos de Borbón (posteriormente Carlos III de España), se restableció el estado napolitano como una monarquía independiente. El nuevo rey comenzó una profunda remodelación urbanística en la ciudad y entre sus decisiones estuvo la de construir un gran teatro cerca de palacio, el San Carlo, finalizado en 1737. Se intentó atraer al San Carlo a un público de clase alta, el que acostumbraba a asistir a las representaciones del San Bartolomeo, programando el tipo de ópera habitual del antiguo teatro, que definiremos como ópera metastasiana, por seguir el estilo del libretista Pietro Metastasio. Además de compositores napolitanos, escribieron para el San Carlo durante estos primeros años maestros como Johann Christian Bach, Baldassare Galuppi, Christoph Willibald Gluck, Johann Adolf Hasse o Josef Myslivecek, eso sí, siempre imitando el estilo local. El nuevo coliseo napolitano se colocó en esta época entre los principales centros operísticos italianos, igualando en número de producciones y funciones a los grandes teatros italianos como el Reggio de Turín, y superado únicamente por las salas de las dos grandes metrópolis europeas, la Ópera de París y el King’s Theatre de Londres.

Teatro de San Carlos

La escuela napolitana

Las óperas de Alessandro Scarlatti se basan en estructuras del Seicento pero esbozando características del siglo XVIII, mientras que la posterior generación de operistas napolitanos asientan el nuevo estilo. Este florecimiento se alinea en torno a la figura de Giovanni Battista Pergolesi (1710-1736), destacando como autor de música religiosa (aproximándose al estilo galante y haciendo un uso operístico en las líneas vocales) y de óperas bufas. Su intermezzo cómico La serva padrona coloca a Pergolesi en la historia de la música. Esta pieza asentó las características de este género y sobrevivió en el repertorio europeo durante mucho tiempo.

El intermezzo y la ópera buffa

Ya en los inicios del siglo XVIII se produjo en Nápoles una división de las óperas según el carácter de su temática, cómico o serio, opera buffa u opera seria. Esta dualidad no convenía a los empresarios ya que al público no ilustrado los argumentos basados en la historia y la mitología clásica, en los que se fundamentaban los libretos de la ópera seria, no les ofrecían ningún atractivo. Sin embargo disfrutaban con los momentos groseros y subidos de tono de los personajes cómicos. Los ingresos de los empresarios no provenían únicamente de las clases altas sino también de este público menos preocupado de guardar las buenas formas y que priorizaba una diversión más banal. Por lo tanto no era cuestión de excluir a parte de su auditorio, así que se introdujo la costumbre de intercalar entre los actos de las óperas serias pequeñas farsas cómicas que adoptaron el nombre de intermezzi.

Los asistentes al teatro setecentista no lo hacían de la forma rígida en la que hoy en día procedemos, sino que hablaban, comían, bebían, entraban y salían constantemente, en el teatro se sellaban acuerdos comerciales o amorosos, incluso se acercaban a jugar al casino que podía estar dentro del propio teatro, así pues no tenían necesidad de una pausa generada por el empresario, se la tomaban cuando lo consideraban preciso. Por tanto los intervalos entre actos no estaban destinados al público sino que se adoptaban únicamente para el descanso de cantantes y músicos. De esta manera, estos intermezzi no eran representados por castrati famosos o las prime donne, sino por sopranos pizpiretas o bajos que nadie quería escuchar en la ópera seria, en general, intérpretes duchos en roles cómicos, muchos de ellos más actores que cantantes; la instrumentación era mucho más reducida, habitualmente un par de violines y el bajo continuo; y la acción solía estar ambientada en la misma época del espectador con menciones a tópicos del momento, costumbres del lugar o cotilleos de sociedad. La posterior disposición del público a destinar una sesión completa del espectáculo en este tipo de género originó el crecimiento de estos intermezzi y, por tanto, la evolución a lo que conocemos como opera buffa. De esta forma el intermezzo va estando cada vez menos presente en las funciones operísticas, la ópera bufa va tomando entidad y por tanto su distinción con respecto a la ópera seria mucho más marcada.

La ópera seria

En el género serio prevalecen los relatos inspirados en su gran mayoría en el mundo clásico (historia y mitología grecorromana), si bien también pueden aparecer argumentos con fundamento medieval (sobretodo las Cruzadas) o basadas en hazañas de grandes personajes de procedencia más exótica (Gengis Khan o Moctezuma, entre otros). La instrumentación usada en estas óperas, mucho más completa que en la música bufa, se caracteriza por el uso de instrumentos de viento, siempre a dos voces, dándole una gran riqueza tímbrica que refuerza los elementos dramáticos.

Las arias da capo se distinguían por un cada vez más claro espíritu ornamental, si a esto le sumamos el deseo de lucimiento de las grandes figuras del canto, encontramos que la interpretación de estas óperas desembocó en una gran falta de respeto musical o artístico. Las líneas melódicas simples, la riqueza orquestal e incluso el argumento de los libretos se acabaron doblegando ante la fascinación que provocaba en los oyentes los artificios vocales de los cantantes. Benedetto Marcello, en su Il Teatro alla Moda de 1720, ya hacía ver de forma ácidamente burlesca los excesos que se estaban produciendo en el género y avanzado el siglo XVIII se fue percibiendo la necesidad de que la ópera caminase hacia un espectáculo menos supeditado a los caprichos, musicales y personales, de los grandes divos aceptados tanto por público como por empresarios.

La ópera seria, ya sin apósitos cómicos insertados entre actos, derivó en un espectáculo elegante propio de una clase nobiliaria, fue adoptando un tono más elevado llegando incluso a cierta rigidez, y el espectáculo elegido para ser representado en eventos como matrimonios entre nobles, conmemoraciones oficiales, celebraciones de victorias militares o nombramientos de soberanos.

Entre el género serio y el bufo surgieron las llamadas pastorales y serenatas. Obras de estructura sencilla, de dimensión mediana (tanto en la duración como en el número de personajes, máximo cinco) y con temas bucólicos, generalmente estaban pensadas para ponerse en escena en salones de palacio o en habitaciones privadas de la alta nobleza.

Toda esta amalgama de subgéneros, surgidos según los diferentes públicos y sus distintas necesidades, refleja el hábito de la sociedad napolitana dieciochesca por asistir a representaciones de espectáculos escénicos musicales, convirtiendo a la ópera, y más concretamente la de su estilo autóctono, en el elemento lúdico principal de la ciudad. Tal fue el éxito de la escuela napolitana que personajes como el musicógrafo Charles Burney se preguntaba “¿qué persona amante de la música podría llegar a la ciudad de los dos Scarlatti, de Vinci y de Leo (…) sin experimentar la más viva expectación?” e incluso Jean-Jacques Rousseau recomendaba en su Dictionnaire de Musique “corred, volad a Nápoles a escuchar las obras maestras”.

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